lunes, 24 de enero de 2011

El frasco

Finalmente se lo compraron. Después de algunos días llenos de ruegos, promesas de buen comportamiento y berrinches medidos (sabía que en general daban resultados contraproducentes) le compraron ese frasco con caramelos duros redondos y coloridos. Su mano regordeta entraba entera y se hundía hasta la muñeca. Salía toda pegoteada y con olor a algodón de azucar.

Cuando probó el primero su boca se llenó de confite, de color, de canto, de cuerpo, de claraboya, de cuerda y de caminar. Sus padres le racionaban la cantidad: no más de dos por día y solamente después de comer. Un caramelo se disolvía y al morderlo se hacía azúcar y avión, atleta y asignatura, antónimo y alpargata. El que comió el tercer jueves de febrero tenía gusto a frutilla con fonógrafo, febril, faltar y farabute.

En ese año empezó primer grado y las letras le resultaron muy fáciles de dibujar. La maestra se sorprendía del vocabulario tan vasto y complejo que manejaba ese nene de seis años. Los dictados, que a sus compañeritos les fastidiaban y llenaban el cuaderno de marcas rojas, a él le divertían porque escribir aquellas palabras era como abrirle la puerta a los amigos que tocan el timbre de improvisto para venir a merendar.

El tiempo pasó. El Frasco, que siempre estuvo en su pieza sobre el segundo estante, se convirtió en el de guardar las bolitas, después en porta-lápices, y más tarde en alcancía. Su mano ahora entraba un poco contraída y solo pasaban las falanges. Cuando quiso redactar ensayos y tuvo que escribir monografías le bastaba con alzar la vista al estante y acordarse de los caramelos que, él no sabía, seguían adentro suyo pues se habían plantado en su estómago, habían germinado y se habían convertido en largas enredaderas que se alzaban por su pecho y se entrecruzaban en los pliegues de su cerebro.

Por otra parte su hermana, tímida y lacónica desde siempre, tenía un gran talento para la pintura. El día del Frasco a ella le habían regalado una lata con chupetines.

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